Las negociaciones para la formación de gobierno en Catalunya, a esta fecha acordada con serias dudas de viabilidad, nos encamina hacia la administración única, al menos a iniciar ese camino por lo que respecta a la zona más sensible; la recaudación de impuestos.
No sabemos qué opinaría Manuel Fraga de todo esto pero, cuando accedió a la Xunta, vio claro que un sistema de duplicidad de funciones con interferencias entre administraciones y sin un panel preciso de competencias, con demasiadas compartidas, era un sistema insostenible económicamente y sujeto, políticamente, a arbitrariedades ideológicas y, ahora sabemos, también judiciales que, como mínimo, son capaces de entorpecer el funcionamiento político y el desarrollo del estado autonómico.
Siempre he lamentado que Fraga abdicara de su responsabilidad como presidente del partido popular dejándola en manos de José M Aznar que tiene mucha ideología y nada de sentido de estado, lo contrario de su mentor. Al discípulo Rajoy, sin sentido de Estado ni de oportunidad, le bastó con no dejarse intimidar por los suyos y lograr que el partido popular no implosionara.
Para poner los puntos sobres las íes; el mayor desafío al Estado, después de la pantomima del 23-F que, ahora sabemos, fue orquestada por el CESID, fue la declaración de independencia de Puigdemont; sin validez jurídica por cierto, según se hizo constar por indicación de la presidenta del parlament, Carme Forcadell, en el mismo momento de la declaración.
La diferencia entre ambos intentos de subvertir el orden constitucional, es que el 23-F fue una operación orquestada para que en España se diera una reconducción ideológica, al estilo del golpe de De Gaulle, y fracasó por algunos cabos sueltos que no se ataron con precisión. Lo de Puigdemont fue un choque de trenes, como se decía, entre los gobierno de España y Catalunya, cuyas raíces hay que buscarlas en el recurso contra el nuevo estatuto catalán, aprobado en referéndum y en vigor, en 2006, presentado por Mariano Rajoy, como jefe de la oposición, y posiblemente a instancias de Aznar, dolido aún por haber perdido las elecciones ante Zapatero dos años antes.
Las no relaciones entre los gobierno de España y Catalunya, Rajoy y Puigdemont, más que política fue de testosterona que ganó Puigdemont, que estuvo retrasando la ruptura constitucional hasta dos semanas, porque se le aseguraba que algo se movía en el gobierno para llegar a un acuerdo, antes de tirarse a la piscina. El Estado ganó la política, como no podía ser de otra mancera, pero el ridículo fue para el gobierno de España al que se podría acusar de dejación de funciones políticas, al no buscar un acuerdo político para superar un grave desacuerdo político. A Rajoy, sin sentido de Estado ni de oportunidad política, la historia le juzgará por su torpeza y nulidad; y, el Procés será su legado ante la historia.
La casuística ha provocado que, por la necesidad de sumar escaños para un gobierno de coalición, el Estado, el presidente de gobierno Pedro Sánchez, tuviera que negociar un punto final al Procés, buscando un encuentro razonable entre los maximalismo de cada parte. Y en eso se está ahora, inquiriendo cómo se superan los años de desencuentros, y de palabras gruesas, para entrar en vía de reposo y de construcción de redes de entendimiento, colaboración, objetivos compartidos y complicidades.
La complicación en Catalunya es que las estrategias en los partidos independentistas no pueden librarse del tactismo, del corto plazo, y de la triangulación; en el Congreso, los votos necesarios para mantener calmada la legislatura, y el poder local, ayuntamiento y diputaciones. Y es ahí donde se requiere del liderazgo, del sentido de Estado y de la autoridad por parte de Pedro Sánchez.
En el mismo renglón donde debe escribirse el acuerdo con el independentismo, para dar cauce a la nueva realidad política catalana, debe de escribirse el realismo político; y es que los objetivos maximalistas del Procés son inviables, por tanto deben de reconvertirse en los márgenes constitucionales posibles, en mi opinión, con un desarrollo claramente federal.
Y, volviendo a insistir, erre que erre, en la necesaria reforma de la ley electoral y de partidos, por sus implicaciones en la lectura constitucional; tras una reforma inteligente y buscando mayor proporcionalidad, un adelanto electoral reformada la LOREG debería de poner en su sitio la paranoia de Junts.