Leía un interesante artículo: La democracia debe desconfiar del poder y de la gente, de Daniel Innerarity, el lunes en EL País, donde se ponía el acento, entre otros, en diferenciar crisis de la democracia de lo que es, en realidad, crisis del modo de democracia liberal. Extracto un párrafo: La crisis actual de la democracia es la crisis del diseño institucional que se hizo en torno a los años ochenta y noventa del siglo pasado, en la ola de democratización tras la salida de las dictaduras en los países del sur y el este de Europa. Es una crisis consecuencia de una victoria, del triunfalismo y la falta de autocrítica del modelo liberal de democracia. (sic)
Por supuesto, no puedo estar más de acuerdo. Cuando presenciaba, con asombro y escepticismo, como se extendía esa moda del final de la historia, síntesis de pensamiento limitado propio de los flashes publicitarios de cuño anglosajón, estaba esperando a ver cuándo el péndulo del pensamiento volvía a realismo del día a día de la historia aprendida; nada es antiguo, la novedad lo decide cada generación.
La democracia liberal, la de la declaración de derechos y el sistema representativo y de sufragio universal es, a la postre, solo el método de organización que mejor contribuye a una sociedad igualitaria, en derechos y deberes, y más justa, en la distribución y disfrute de la riqueza y las oportunidades, pero no es una metodología cerrada al avance cultural e ideológico de las sociedades por lo que es perfectible siempre. Y, en eso del progreso, habrá que saber situar dónde encajan los retrocesos, las modas neoreligiosas que aspiran a volver a gobiernos, mejor o peor, disimuladamente teocráticos. Los integrismos islámicos, el sionismo o las recetas de democracia de partido, orgánica la llamaba el franquismo, están siempre preparadas para aprovecharse de las grietas sociales y legales de las democracias liberales para apoderarse de ellas.
La ultraderecha es el instrumento político para la desarticulación de la democracia liberal cuyo exponente social es la sociedad del bienestar. La política sirve a la economía. La diferencia entre revoluciones buenas o malas, progresistas o involucionistas está en qué intereses están detrás; si la mayor participación de la sociedad en la riqueza común o si se está por una mayor concentración del poder del dinero escapando del conocimiento, y del control, de la sociedad y de los gobiernos.
Trump y Elos Musk son ejemplos paradigmáticos. El primero ha demostrado cómo se instrumentaliza un sistema político centenario y se puede proceder a su voladura; el segundo, porque ha mostrado cómo desde el control de los medios tecnológicos y la información se puede controlar el mundo; y eso se vio cuando apagó los satélites de la zona, hace unos meses, para dejar a oscuras los sistemas de guiado de drones en plena ofensiva ucraniana.
La ultraderecha es el caballo de Troya que, hablando el lenguaje político al uso, tiene capacidad para liquidar el sistema. Solo tiene que ganar elecciones y con el poder adquirido cambiar las leyes, ¿o no? Basta con situar a iluminados activistas al frente de viejas instituciones con prestigio social, desde cenáculos virtuosos a los resortes de garantía como el sistema judicial, o cambiar las condiciones para apartar a personas incómodas de la escena pública.
Estoy leyendo el ensayo de Steven Levitsky y Daniel Ziblat, profesores en Harvard, Cómo mueren las democracias, según dicen en el prólogo, fruto de 20 años de investigaciones. Describe cómo se han producido cambios sustanciales en detrimento de los principios democráticos en varios países, abarcando todos los continentes, y con especial atención al caso norteamericano y al proceso de radicalización del Partido Republicano. Detalla cómo, desde los años sesenta del siglo pasado cuando las leyes de derechos civiles para el voto de las minorías, el partido republicano se ha convertido en el partido de la América profunda, de los blancos de origen anglosajón con valores conservadores anclados en la hollywoodiana conquista del oeste. Por cierto, proceso involutivo que está calcando el partido popular.
El ensayo, que no tiene desperdicio por la calidad de las informaciones y por la claridad expositiva, expresa la tesis de que uno de los principales aliados de los ataques a la democracia está en las deficiencias de los sistemas electorales que no responden a criterios de igualdad ni de sufragio universal sino a sesgos que, en su momento, se pactaron a favor de las correlaciones políticas de antaño, hoy desfasadas, y que perduran porque las maquinarias electorales de los partidos se han habituado a manejarlas a su favor. Tal es la importancia del sistema electoral que cuando los partidos que pretende la involuciona de la democracia tocan poder se proponen dificultar el derecho al voto universal y libre, y están por una mayor concentración en la toma de decisiones de calado social.
Atentos pues! Para preservar la democracia, y activar sus bondades como sistema evolutivo y perfectible, las claves están en garantizar que el valor del voto sea igual, y sin privilegios por razón de residencia, y que las decisiones de trascendencia para la sociedad se tomen según la escala administrativa más adecuada, huyendo del poder piramidal. Sin duda estoy por el modelo federal.